A veces, por unos segundos, tomo la decisión de dejarme llevar, de dejar esta guerra de lado y rendirme a la realidad. Dar por concluida una lucha que, bien mirado, no me lleva a ningún lado más que la desesperación, el agotamiento y la melancolía agónica del que sabe que nunca será lo que no fue ni es. Simplemente porque no puede ser. Pero entonces, las tripas me duelen, como si alguien las estrangulara. Parece que me fuera a marear del asco que siento ante tal posibilidad y, de repente, me encuentro de nuevo en guerra con todo o casi todo lo que me rodea, dispuesto a pegarme con el tiempo que una y otra vez me pone en mi sitio. Me vence, pero también me agota. Y agotado, normalmente, puedo descansar. Y de momento prefiero esta guerra, estar en guerra, aun siendo una condena, que dejarme llevar y ni tan siquiera poder elegir estar donde no quiero estar.
Me percibo, entonces, condenado a estar aquí sentado mirando pasar las decisiones no tomadas. Pienso que es mi excusa perfecta, porque como no sucede no puede fallar, y por tanto no se puede vencer. La trampa es, soy, que ni tan siquiera es intentado el fracaso. Me doy por fracasado antes incluso de mover una sola pieza.
Me siento tan perdido en medio de un sitio en el que no deseo estar que no sé si ir más allá o quedarme aquí inmóvil pues manejo la certeza de que tan a disgusto estaré allá donde me doy permiso para ir que donde estoy ahora. Porque no me doy permiso par air a cualquier sitio, porque entonces me quedaría sin excusas, y sin motivos. Entonces ¿Para qué moverme de aquí? si estaré tan encerrado como ahora, tan helado como si estuviera andando descalzo sobre cenizas apagadas hace años, sobre piedras que llevan años sin cambiar, esperando que algún suceso externo las mueva, las rompa o simplemente las lance un puñado de metros en cualquier dirección. Porque la dirección no importa si ningún destino es deseado, deseable o, al menos, no hay opciones que no te despierten náuseas con la simple acción de imaginar que pudieras acabar allí. Que acabaré sino en una en otra.
Y ¿entonces? Entonces nada. Giro una y otra vez alrededor de ideas estúpidas que cada vez con más frecuencia aparecen entre risas esporádicas y ratos de lucidez disfrazada de normalidad. Porque si me dejara llevar por la lucidez, por mi lucidez, tampoco estaría en ningún otro sitio. Porque no es cuestión de lucidez o locura, ni de oportunidades, talento o inteligencia. Porque la normalidad, mi normalidad, parece ser esta sensación de nostalgia arraigada en mí desde que tengo recuerdos, reales o inventado. ¿Por qué no hablo claro? porque no sé si es real o son solo fantasmas.
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