Escribes suicidio en google y lo primero que aparece es el teléfono de la esperanza ¿en serio google? de que tipo de broma macabra se trata: ¿esperanza? ¿de verdad esa es la mejor respuesta posible?.
De (más) joven fantaseaba con la idea de acabar con mi vida a los 23, si es que mi vida no acaba conmigo antes de ese día. Tenía perfectamente detallados diversos planes de acción para ejecutar mi decisión de morir si mi vida no cambiaba significativamente para el día que cumpliera esos 23. Había seleccionado el edificio de 7 plantas (ni una más ni una menos) desde el que podría volar sobre el vacío para acabar estrellándome contra el suelo (muy) poco después. Conocía perfectamente los accesos a la azotea, se trataba de un portal que siempre estaba abierto durante el día, y también la mayoría de las noches, había subido y bajado las escaleras (sí, los 7 pisos) decenas de veces y me había asomado desde allá arriba otra decena de veces. Por decidir, tenía incluso elegida la ropa que llevaría para el evento señalado en rojo en mi dispersa cabezota: pantalón de pana marrón ancho que nunca se manchaba, camiseta rosa de las manos, sudadera azul oscuro y mis queridas converses verdes y naranjas. Sin embargo, este plan tan cinematográfico y melodramático no era la única opción.
Valor no, pero planes un montón. Por si ese día les daba por cerrar el portal tenía, al menos, tres alternativas más, casi igual de bien estudiadas y detalladas. La primera opción B consistía en disfrutar (por primera vez en mi vida, dado que las pocas veces que me baño solo disfruto del proceso de llenado de la bañera, después soy incapaz de permanecer quieto en el agua) de un buen baño caliente, lleno de espuma formada de geles aromáticos de esos que nunca uso pero siempre me llevo de los hoteles para luego amontonar sin siquiera saber donde. Para la ocasión guardaba una pequeña, pero muy bien afilada, navaja con la que seccionar longitudinalmente, desde la muñeca hasta casi el codo, algunas de mis venas y/o arterias para dejar que el agua se tiñera de rojo mientras el sueño profundo me sacaba, de una vez por todas, de allí. La segunda opción B, aunque menos detallada y más dejada a la improvisación, parecía también efectiva bajo el influjo de mi estado mental: pastillas, muchas pastillas, y alcohol, mucho alcohol, solo en el monte al que tantas veces había ido, para que si no me mataban la pastillas y el alcohol, el frío hiciera el resto (cumplía los 23 en invierno. Cumplía y no cumplo porque ahora ya no es invierno casi nunca). También estaba la opción de ponerme delante del tren, pero esta no me atraía. Bueno si me atraía, lo que no me parecía es que tuviera lo que se necesita tener (o no tener) para aguantar allí sentado, de espaldas al tren, mientras lo escuchaba acercarse.
Cómo habrás adivinado, una vez pasados los 23, no llevé a cabo ninguna de aquellas ideas post-adolescentes y decidí, no sé si con acierto, implementar la más perversa forma de suicidio que pude imaginar. Mi obra de arte. Suicidarme en vida, sin que nadie se diera cuenta, para que nadie tuviera nada que reprocharme. Dejaría morir todos los sueños y vidas soñadas que alguna vez tuve. Y lo hice (y hago) por el mismo motivo por el que no llevé a cabo ninguna de las primeras opciones: MIEDO. Decidí no vivir ninguna de las vidas con las que había soñado para, simplemente, esperar que la muerte hiciera lo que yo no me atreví a hacer: acabar de una vez por todas con esta vida que no quiero y tampoco me atrevo a tirar a la basura. El plan perfecto. Y ¿para qué? para no fracasar. Creo que tampoco me acabé por suicidar por miedo al mismo fracaso, por miedo al miedo: de dar el último paso, realizar el último corte, ingerir la última pastilla o sentarme por última vez. Miedo al propio miedo. Y así sigo, transitando por vidas que no quiero pero mantengo porque no me atrevo a intentar vivir las que parece que si deseo y que prefiero suicidar y con las que prefiero acabar siquiera antes de que puedan respirar.
Así que mi miedo y yo, asesinamos a la posibilidad de ser ¿qué te parece?. Primero matamos (mi miedo y yo) a la posibilidad de vivir la vida de un músico: clásico, folk, de verbena... me daba un poco igual. A mí lo que me gustaba era contar cosas, casi siempre escritas por mí sin importar si había poca, mucha o ninguna gente. El asesinato no fue de golpe. Primero mate al cantante y me escondí detrás de algunos instrumentos. Después ya sí, terminamos por completo con la loca idea esa. También acabamos con la posible vida de deportista, pero también de escritor, piloto, bombero... Vidas y vidas, suicidios y suicidios antes siquiera de ser, sin ni siquiera saber si tenía cualidades o talento para esto o aquello. Recuerdo perfectamente las excusas que me ponía y me sigo poniendo: no me gusta competir, prefiero tocar/escribir/cantar para mí (o en espacios que nadie lee, escucha o mira), no tengo cabeza para esto o aquello y otra decenas de tonterías disfrazadas de razones para acabar con la simple y maldita posibilidad de vivir de otra manera por miedo a que al final tampoco fueran. Y desde entonces he seguido suicidando más posibilidades, más vidas que no llevé, llevo ni llevaré. A menudo pienso que aquello que sucedía y tenía que ser visto como una alegría o una suerte en realidad me alejaba (a base de darme seguridad y excusas) de la improbable opción de salir a buscar algo de lo que decía que deseaba. Y sé que el lugar no es la solución, y sin embargo puede que si hubiera sido una prueba de atrevimiento, un rito de paso de un estado vital a otro.
Y ahora vivo atado a una ciudad que me da asco, con cada vez más cadenas inventadas y auto-impuestas que me anclan a esta vida y me ahogan de manera imperceptible e incomprensible para los demás pero certeza y precisa para mí. ¿Es o no el plan perfecto de suicidio? a este ritmo no sólo no tendré que asumir la responsabilidad de nada, sino que tampoco tendré que esperar al final natural puesto que probablemente esté creando alguna enfermedad que adelante todo el proceso unos pocos años. Y así, una tras otra, decisión normal tras decisión normal, paso natural tras paso natural, lo que toca tras lo que toca, he llegado a crear una vida de mierda que odio casi tanto como a mi mismo. Ahora podría mirar atrás y buscar la explicación de todo esto, pero no la hay, y si la hubiera tampoco serviría de nada.
Y ¿ahora qué? pues ahora nada. Nada de nada. Porque hubo ocasiones en las que si perseguí y en las que sí me empeñé y puse todo lo que tenía: y fracasé. Lo que confirmaba y confirma lo que ya sospechaba: no soy nada extraordinario, ni tan siquiera ordinario. El miedo estaba y está cumpliendo completamente con su función primaria de protección y mantenerme con vida. No creo que hubiera resistido fracasar tantas veces como veces he dejado de hacer algo, por lo que sino hubiera sido por ese miedo y lo hubiera intentando en todas y cada una de las ocasiones en las que estuve tentado, y, por tanto, hubiera fracasado en tal número de ocasiones, ya no estaría aquí. Y el miedo va precisamente de eso, de estar aquí, sin importar el cómo, el porqué o el para qué.
De (más) joven fantaseaba con la idea de acabar con mi vida a los 23, si es que mi vida no acaba conmigo antes de ese día. Tenía perfectamente detallados diversos planes de acción para ejecutar mi decisión de morir si mi vida no cambiaba significativamente para el día que cumpliera esos 23. Había seleccionado el edificio de 7 plantas (ni una más ni una menos) desde el que podría volar sobre el vacío para acabar estrellándome contra el suelo (muy) poco después. Conocía perfectamente los accesos a la azotea, se trataba de un portal que siempre estaba abierto durante el día, y también la mayoría de las noches, había subido y bajado las escaleras (sí, los 7 pisos) decenas de veces y me había asomado desde allá arriba otra decena de veces. Por decidir, tenía incluso elegida la ropa que llevaría para el evento señalado en rojo en mi dispersa cabezota: pantalón de pana marrón ancho que nunca se manchaba, camiseta rosa de las manos, sudadera azul oscuro y mis queridas converses verdes y naranjas. Sin embargo, este plan tan cinematográfico y melodramático no era la única opción.
Valor no, pero planes un montón. Por si ese día les daba por cerrar el portal tenía, al menos, tres alternativas más, casi igual de bien estudiadas y detalladas. La primera opción B consistía en disfrutar (por primera vez en mi vida, dado que las pocas veces que me baño solo disfruto del proceso de llenado de la bañera, después soy incapaz de permanecer quieto en el agua) de un buen baño caliente, lleno de espuma formada de geles aromáticos de esos que nunca uso pero siempre me llevo de los hoteles para luego amontonar sin siquiera saber donde. Para la ocasión guardaba una pequeña, pero muy bien afilada, navaja con la que seccionar longitudinalmente, desde la muñeca hasta casi el codo, algunas de mis venas y/o arterias para dejar que el agua se tiñera de rojo mientras el sueño profundo me sacaba, de una vez por todas, de allí. La segunda opción B, aunque menos detallada y más dejada a la improvisación, parecía también efectiva bajo el influjo de mi estado mental: pastillas, muchas pastillas, y alcohol, mucho alcohol, solo en el monte al que tantas veces había ido, para que si no me mataban la pastillas y el alcohol, el frío hiciera el resto (cumplía los 23 en invierno. Cumplía y no cumplo porque ahora ya no es invierno casi nunca). También estaba la opción de ponerme delante del tren, pero esta no me atraía. Bueno si me atraía, lo que no me parecía es que tuviera lo que se necesita tener (o no tener) para aguantar allí sentado, de espaldas al tren, mientras lo escuchaba acercarse.
Cómo habrás adivinado, una vez pasados los 23, no llevé a cabo ninguna de aquellas ideas post-adolescentes y decidí, no sé si con acierto, implementar la más perversa forma de suicidio que pude imaginar. Mi obra de arte. Suicidarme en vida, sin que nadie se diera cuenta, para que nadie tuviera nada que reprocharme. Dejaría morir todos los sueños y vidas soñadas que alguna vez tuve. Y lo hice (y hago) por el mismo motivo por el que no llevé a cabo ninguna de las primeras opciones: MIEDO. Decidí no vivir ninguna de las vidas con las que había soñado para, simplemente, esperar que la muerte hiciera lo que yo no me atreví a hacer: acabar de una vez por todas con esta vida que no quiero y tampoco me atrevo a tirar a la basura. El plan perfecto. Y ¿para qué? para no fracasar. Creo que tampoco me acabé por suicidar por miedo al mismo fracaso, por miedo al miedo: de dar el último paso, realizar el último corte, ingerir la última pastilla o sentarme por última vez. Miedo al propio miedo. Y así sigo, transitando por vidas que no quiero pero mantengo porque no me atrevo a intentar vivir las que parece que si deseo y que prefiero suicidar y con las que prefiero acabar siquiera antes de que puedan respirar.
Así que mi miedo y yo, asesinamos a la posibilidad de ser ¿qué te parece?. Primero matamos (mi miedo y yo) a la posibilidad de vivir la vida de un músico: clásico, folk, de verbena... me daba un poco igual. A mí lo que me gustaba era contar cosas, casi siempre escritas por mí sin importar si había poca, mucha o ninguna gente. El asesinato no fue de golpe. Primero mate al cantante y me escondí detrás de algunos instrumentos. Después ya sí, terminamos por completo con la loca idea esa. También acabamos con la posible vida de deportista, pero también de escritor, piloto, bombero... Vidas y vidas, suicidios y suicidios antes siquiera de ser, sin ni siquiera saber si tenía cualidades o talento para esto o aquello. Recuerdo perfectamente las excusas que me ponía y me sigo poniendo: no me gusta competir, prefiero tocar/escribir/cantar para mí (o en espacios que nadie lee, escucha o mira), no tengo cabeza para esto o aquello y otra decenas de tonterías disfrazadas de razones para acabar con la simple y maldita posibilidad de vivir de otra manera por miedo a que al final tampoco fueran. Y desde entonces he seguido suicidando más posibilidades, más vidas que no llevé, llevo ni llevaré. A menudo pienso que aquello que sucedía y tenía que ser visto como una alegría o una suerte en realidad me alejaba (a base de darme seguridad y excusas) de la improbable opción de salir a buscar algo de lo que decía que deseaba. Y sé que el lugar no es la solución, y sin embargo puede que si hubiera sido una prueba de atrevimiento, un rito de paso de un estado vital a otro.
Y ahora vivo atado a una ciudad que me da asco, con cada vez más cadenas inventadas y auto-impuestas que me anclan a esta vida y me ahogan de manera imperceptible e incomprensible para los demás pero certeza y precisa para mí. ¿Es o no el plan perfecto de suicidio? a este ritmo no sólo no tendré que asumir la responsabilidad de nada, sino que tampoco tendré que esperar al final natural puesto que probablemente esté creando alguna enfermedad que adelante todo el proceso unos pocos años. Y así, una tras otra, decisión normal tras decisión normal, paso natural tras paso natural, lo que toca tras lo que toca, he llegado a crear una vida de mierda que odio casi tanto como a mi mismo. Ahora podría mirar atrás y buscar la explicación de todo esto, pero no la hay, y si la hubiera tampoco serviría de nada.
Y ¿ahora qué? pues ahora nada. Nada de nada. Porque hubo ocasiones en las que si perseguí y en las que sí me empeñé y puse todo lo que tenía: y fracasé. Lo que confirmaba y confirma lo que ya sospechaba: no soy nada extraordinario, ni tan siquiera ordinario. El miedo estaba y está cumpliendo completamente con su función primaria de protección y mantenerme con vida. No creo que hubiera resistido fracasar tantas veces como veces he dejado de hacer algo, por lo que sino hubiera sido por ese miedo y lo hubiera intentando en todas y cada una de las ocasiones en las que estuve tentado, y, por tanto, hubiera fracasado en tal número de ocasiones, ya no estaría aquí. Y el miedo va precisamente de eso, de estar aquí, sin importar el cómo, el porqué o el para qué.
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